El gélido aire inunda mis
pulmones, formando pequeñas nubes de vaho frente a mí, resultado de mi
respiración agitada por el esfuerzo. Dirijo mi mirada al suelo un instante, y
observo el pequeño charco que la saliva que mana de mi boca forma en el suelo del
bosque. Elevo mi cabeza, y olfateo el aire en busca de aromas conocidos.
Percibo a mis hermanos de cacería
a mi lado, expectantes, recobrando el aliento al igual que lo hago yo. No puedo
verlos entre la espesura, pero sé que allí están. Al fin la persecución ha
concluido, ha llegado el momento de cobrarnos la pieza.
Comienzo a caminar midiendo mis
pasos, sin apenas hacer ruido al posar mis patas sobre el suelo, salpicado de
hojas y nieve aquí y allá. A medida que mis pasos me acercan al final de la cobertura
de los árboles, llega a mí un aroma más fuerte que cualquiera: el miedo,
indicativo de que el ritual va por buen camino.
Irrumpimos en el claro, iluminado
por la brillante luz de la luna llena, como una suerte de entes espectrales, y
dejamos ver nuestros poderosos dientes mientras nos acercamos a la presa, que de
espaldas a nosotros agita de forma histérica la cabeza, en busca de una salida inexistente,
ya que a su frente se extiende una pared de roca y a la espalda, su única
escapatoria, la muerte se cierne sobre ella.
Mientras doy un paso más hacia la
cría de ciervo con cuya muerte nos convertiremos en adultos, mis pensamientos
se dirigen un instante hacia la madre de la criatura, de la cual separamos a
nuestra presa, dejándola a su suerte. Abandonada, al igual que me ocurrió a mí
cuando tan sólo era un cachorro.
Aún me encuentro tratando de
desechar esos pensamientos que amenazan con distraerme cuando el cervatillo
gira su cabeza hacia mí, clavándome una mirada de terror que hace que me
sumerja en mis recuerdos.
Las primeras imágenes que golpean mi mente se encuentran borrosas, y
son más sensaciones que vivencias. El calor de una madre, la seguridad del
hogar, la felicidad pura de un recién nacido.
Éramos tres en la familia: mi madre, mi padre y yo. Vivíamos en una
pequeña gruta desde la que podía ver el cielo azul y multitud de árboles.
Recuerdo verlos salir de forma alterna de la lobera para regresar al poco
tiempo con comida, que devoraba con mis pequeños dientes.
Hasta aquel fatídico día en el que ambos salieron de nuestro hogar, no
sin antes dedicarme sus cariños habituales, y no volví a verlos jamás.
Esperé y esperé, creyendo que regresarían, pero tras ver salir dos
veces el sol, comprendí que me había quedado solo. Y, aunque aún era pequeño,
decidí abandonar la lobera.
Vagué durante días por el bosque, hasta que finalmente me desplomé en
la nieve y cerré mis ojos.
Al despertar, vi el rostro de una loba. Me había recogido y llevado a
su hogar, donde vivía junto a su compañero y tres cachorros más. De pronto,
volvía a no estar solo.
Poco a poco, fui creciendo, aunque no al ritmo de los que yo
consideraba mis hermanos. Esto hacía que, cuando jugábamos, cuando comíamos,
cuando había que escoger sitio para dormir, siempre se aprovecharan. Pero yo me
culpaba a mí mismo, por no hacer suficiente, por no ser como ellos. Tan sólo
quería ser uno más, para lo que traté de copiarles en todo, y esto, unido a un
repentino desarrollo, hizo que mis hermanos empezaran a aceptarme.
Y así llegó lo que sería nuestro paso a la adultez, nuestra primera
cacería, cuyo final había llegado en el claro...
La realidad me golpea con dureza.
Toda mi vida había querido sentirme parte de la manada, sin preocuparme de
tomar mi propia senda. Al igual que aquella cría, yo también había sentido el
terror de verme solo, pero, en su caso, aún estaba a tiempo de recuperar a su
madre.
Decidido, tenso los músculos de
mi pata delantera derecha y lanzo un golpe al rostro de uno de mis “hermanos”,
que lanza un gruñido de enfado mientras la sangre brota de la herida. Todo se
vuelve confuso, una maraña de garras, dientes y pelo, mientras me convierto en
la presa. Ellos nunca fueron mis hermanos, pero al menos ahora yo seré yo.
Noto cómo mi piel se desgarra y pierdo
más y más sangre, hasta que hacerme caer al suelo. Puedo ver que el cervatillo
aprovecha para huir hacia la espesura, dedicándome una mirada de profundo
agradecimiento, y desaparece en el horizonte arbolado junto con la figura de su
madre, que emerge salvadora.
He salvado la vida a esas
criaturas, y lo he hecho orgulloso. Lo último que veo es a aquellos lobos
rabiosos saliendo en busca de sus presas, pero ya es tarde.
Mirando a la luna llena, le
dedico un aullido que resuena potente en el claro, mientras pienso en mi madre
y en mi padre.
#historiasdeanimales
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