lunes, 7 de octubre de 2019

La Primera Presa


El gélido aire inunda mis pulmones, formando pequeñas nubes de vaho frente a mí, resultado de mi respiración agitada por el esfuerzo. Dirijo mi mirada al suelo un instante, y observo el pequeño charco que la saliva que mana de mi boca forma en el suelo del bosque. Elevo mi cabeza, y olfateo el aire en busca de aromas conocidos.

Percibo a mis hermanos de cacería a mi lado, expectantes, recobrando el aliento al igual que lo hago yo. No puedo verlos entre la espesura, pero sé que allí están. Al fin la persecución ha concluido, ha llegado el momento de cobrarnos la pieza.

Comienzo a caminar midiendo mis pasos, sin apenas hacer ruido al posar mis patas sobre el suelo, salpicado de hojas y nieve aquí y allá. A medida que mis pasos me acercan al final de la cobertura de los árboles, llega a mí un aroma más fuerte que cualquiera: el miedo, indicativo de que el ritual va por buen camino.

Irrumpimos en el claro, iluminado por la brillante luz de la luna llena, como una suerte de entes espectrales, y dejamos ver nuestros poderosos dientes mientras nos acercamos a la presa, que de espaldas a nosotros agita de forma histérica la cabeza, en busca de una salida inexistente, ya que a su frente se extiende una pared de roca y a la espalda, su única escapatoria, la muerte se cierne sobre ella.

Mientras doy un paso más hacia la cría de ciervo con cuya muerte nos convertiremos en adultos, mis pensamientos se dirigen un instante hacia la madre de la criatura, de la cual separamos a nuestra presa, dejándola a su suerte. Abandonada, al igual que me ocurrió a mí cuando tan sólo era un cachorro.

Aún me encuentro tratando de desechar esos pensamientos que amenazan con distraerme cuando el cervatillo gira su cabeza hacia mí, clavándome una mirada de terror que hace que me sumerja en mis recuerdos.

Las primeras imágenes que golpean mi mente se encuentran borrosas, y son más sensaciones que vivencias. El calor de una madre, la seguridad del hogar, la felicidad pura de un recién nacido.

Éramos tres en la familia: mi madre, mi padre y yo. Vivíamos en una pequeña gruta desde la que podía ver el cielo azul y multitud de árboles. Recuerdo verlos salir de forma alterna de la lobera para regresar al poco tiempo con comida, que devoraba con mis pequeños dientes.

Hasta aquel fatídico día en el que ambos salieron de nuestro hogar, no sin antes dedicarme sus cariños habituales, y no volví a verlos jamás.

Esperé y esperé, creyendo que regresarían, pero tras ver salir dos veces el sol, comprendí que me había quedado solo. Y, aunque aún era pequeño, decidí abandonar la lobera.

Vagué durante días por el bosque, hasta que finalmente me desplomé en la nieve y cerré mis ojos.

Al despertar, vi el rostro de una loba. Me había recogido y llevado a su hogar, donde vivía junto a su compañero y tres cachorros más. De pronto, volvía a no estar solo.

Poco a poco, fui creciendo, aunque no al ritmo de los que yo consideraba mis hermanos. Esto hacía que, cuando jugábamos, cuando comíamos, cuando había que escoger sitio para dormir, siempre se aprovecharan. Pero yo me culpaba a mí mismo, por no hacer suficiente, por no ser como ellos. Tan sólo quería ser uno más, para lo que traté de copiarles en todo, y esto, unido a un repentino desarrollo, hizo que mis hermanos empezaran a aceptarme.

Y así llegó lo que sería nuestro paso a la adultez, nuestra primera cacería, cuyo final había llegado en el claro...

La realidad me golpea con dureza. Toda mi vida había querido sentirme parte de la manada, sin preocuparme de tomar mi propia senda. Al igual que aquella cría, yo también había sentido el terror de verme solo, pero, en su caso, aún estaba a tiempo de recuperar a su madre.

Decidido, tenso los músculos de mi pata delantera derecha y lanzo un golpe al rostro de uno de mis “hermanos”, que lanza un gruñido de enfado mientras la sangre brota de la herida. Todo se vuelve confuso, una maraña de garras, dientes y pelo, mientras me convierto en la presa. Ellos nunca fueron mis hermanos, pero al menos ahora yo seré yo.

Noto cómo mi piel se desgarra y pierdo más y más sangre, hasta que hacerme caer al suelo. Puedo ver que el cervatillo aprovecha para huir hacia la espesura, dedicándome una mirada de profundo agradecimiento, y desaparece en el horizonte arbolado junto con la figura de su madre, que emerge salvadora.

He salvado la vida a esas criaturas, y lo he hecho orgulloso. Lo último que veo es a aquellos lobos rabiosos saliendo en busca de sus presas, pero ya es tarde.

Mirando a la luna llena, le dedico un aullido que resuena potente en el claro, mientras pienso en mi madre y en mi padre.

#historiasdeanimales

domingo, 22 de septiembre de 2019

Tan Sólo Era el Principio (Relato presentado al concurso de Zenda: Viajes Sostenibles)


Había llegado el momento que tanto ansiaba. Lo único que había conocido era la oscuridad. Hasta el día en el que un punto apareció en el horizonte de mi visión, un punto que creció, rompiendo aquella negrura, revelándome mi hogar sin el velo de la oscuridad, creando... luz, sí, era un buen nombre. Quise alcanzarla, y el punto se reveló como una grieta, un umbral a un nuevo mundo. Decidido, lo crucé.

Y caí. Durante unos segundos que parecieron eternos, me precipité al vacío, hasta detener mi caída con un golpe seco, que produjo un sonido estruendoso.

Pese a aquello, me encontraba perfectamente, únicamente algo cansado después de tanto esfuerzo, así que decidí relajarme, adoptando una postura circular, y empaparme del paisaje. Todo era muy diferente de mi anterior hogar: allá donde antes había superficies que limitaban el espacio, ahora tan sólo había un entorno que parecía abrirse al infinito, bañado en toda su extensión por la luz, que procedía de un círculo en mitad de una cúpula de un color tranquilizador... que, curiosamente, era idéntico al mío.
Además, creaba un juego de intensidades al filtrarse entre la cobertura que coronaba unos elementos rectos, de los que nacían vástagos que se retorcían en formas variadas, y que se erguían orgullosos buscando aquella cúpula.

Pero me di cuenta de que no podía relajarme eternamente, pues aún quedaba mucho mundo por recorrer, y me decidí a moverme, abriendo un camino recto apoyándome a derecha e izquierda en el lecho de la tierra, allá donde aquellos elementos nacían, y siendo recibido de buen grado, como si el propio terreno supiera de antemano que yo debía seguir esa ruta.

El camino fue plácido al principio, con pequeñas curvas que me permitían admirar el paisaje a medida que avanzaba, hasta que, al poco tiempo, el terreno que me sustentaba comenzó a descender bruscamente, obligándome a acelerar el paso, encadenando pequeñas caídas, saltos por encima de obstáculos en mi camino, y curvas a gran velocidad mientras continuaba mi trayectoria descendente.

Acabé llegando, tras un recodo en el camino, a una zona en la que se encontraban una multitud de criaturas que no había visto nunca, subidas encima de unas estructuras igualmente desconocidas. Acercándome un poco más pude averiguar que aquellas criaturas se llamaban seres humanos, las estructuras se llamaban piraguas... y yo mismo tenía nombre: río.

Aquellos seres humanos estaban listos para iniciar lo que llamaban competición, en la que con unos instrumentos llamados remos debían llegar antes que nadie al final del recorrido del río... o sea, de mí.

No entendía nada, pero en cuanto llegué a la altura de los humanos más cercanos, éstos me impulsaron con aquellos remos hacia atrás, frenando mi trayectoria. Tozudo, volví hacia ellos con toda mi fuerza, a lo que ellos respondieron realizando el mismo movimiento otra vez. Pude darme cuenta de que, si utilizaban el remo de una determinada manera, avanzaban más deprisa, sin frenarme tanto, así que tomé la determinación de ayudarles a ganar la competición, ya que, a fin de cuentas, si ellos lograban su objetivo, yo podría retomar antes mi marcha.

Lo que no podía imaginar era que sería una experiencia tan emocionante. Nos entregamos por completo a la velocidad, negociamos curvas imposibles, esquivamos obstáculos (aquellos elementos que se erguían eran árboles y esos obstáculos a evitar eran rocas), caímos al vacío (saltos)... y finalmente vislumbramos lo que ellos llamaban meta, donde esperaba una multitud de personas con una expresión de felicidad y admiración en sus rostros, pasando por estructuras que atravesaban mi camino por encima de mí sin rozarme siquiera (puentes).

El último tramo antes de cruzar la meta lo recorrí limitado a izquierda y derecha por unas superficies (canal), con ritmo más relajado al no haber ningún otra piragua que nos pudiera alcanzar, lo que me permitió observar que, en las zonas más cercanas a mi camino, había una ruta que discurría paralela, en la que convivían humanos a pie y otros subidos en lo que llamaban bicicletas. Había también multitud de árboles, que junto a diferentes áreas donde personas más pequeñas – niños – se divertían y reían, creaban un espacio lleno de belleza y calma.

Así, mientras cruzábamos la meta, donde todas las personas esperaban felices y emocionadas, escuché a mis compañeros de viaje.

– ¿Lo ves, hijo? A esto me refería, a divertirnos y disfrutar de la belleza de la naturaleza a la vez... y esto sólo lo conseguiremos si convivimos y respetamos el planeta. Y ahora el río termina su viaje en el mar, donde se unirá a otros, formando parte de este recurso vital para nuestra existencia. Ya sabes, el agua nos da la vida, los árboles crecen gracias a ella, y estos árboles, que son el pulmón del planeta, nos permiten disfrutar de la Tierra tal y como la conocemos.

Me invadió entonces el miedo: ¿terminar mi viaje, después de saber que podía ayudar de tantas formas? Es cierto que me encontraba cansado después de tantas emociones, pero ahora no podía irme.

– Pero mamá – respondió su acompañante – tú siempre dices que el agua no termina nunca su viaje, ¿es que acaso el mar está quieto?

– No, hijo, claro que no – repuso la madre sonriendo – este río del que hoy disfrutamos llegará al mar, y acabará por alcanzar otro lugar de la Tierra, donde continuará su labor ayudando a muchos otros seres humanos. Quizá incluso acabe sirviendo para generar electricidad de una forma no contaminante. Pero eso es un misterio que sólo el río podrá descubrir.

Y, perdido en mis pensamientos tras las palabras de aquella persona, me alejé de ellos sin darme cuenta. Finalmente, vi que mi camino se abría al infinito, hacia una gran masa de aquel color – azul – que me esperaba, el mar.

Antes había tenido miedo, pero ya no. Ahora estaba impaciente por ver lo que me deparaba el futuro, y me dirigí con decisión hacia mi destino, que no sería sino una etapa de transición hacia mi siguiente viaje.

#viajessostenibles